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Estimado Ricardo Garzón:
Recientes acontecimientos han puesto en primera plana el tema de los vuelos sanitarios. Creo que es oportuno recordar que ya en la década del 60, hace más de cincuenta años, la Fuerza Aérea instauró el Servicio Aéreo Sanitario, que consistía en mantener en alerta un avión C-47 debidamente equipado con camillas, botiquines reforzados, oxígeno, equipos de transfusión y con una tripulación integrada por personal sanitario. El servicio cubría las 24 horas del día, los 365 días del año. En aquellos años florecientes había aviones, repuestos y nafta, y si algo faltaba, era pilotos.
El sistema funcionaba aceitadamente gracias a que se había eliminado todo trámite previo: a los hospitales y unidades médicas del interior les bastaba con una llamada telefónica a la Base de Carrasco para que minutos después estuviera decolando el avión. El papeleo se haría más tarde.
No tengo la menor duda que si hoy en día a la Fuerza Aérea se le dan los medios y las potestades para organizar un servicio semejante, sin burocracia ni política, los resultados serían ampliamente satisfactorios.
Para no perder la costumbre, te mando un cuentito al respecto, que publiqué en un librito llamado “Aviadores”.
Un abrazo
Ricardo Zecca
En la década del sesenta el tratado de ayuda mutua con los gringos funcionaba bien, había aviones, repuestos y la nafta no escaseaba. Lo que sí a veces faltaban eran pilotos. Los Grupos de transporte tenían vuelos regulares diarios al interior y extranjero que constituían la base de la actividad, pero la mayoría de las horas se volaba en misiones que respondían a necesidades del momento; eran muchas porque además de las propias de la Fuerza Aérea, el Ejército, las autoridades de gobierno y la administración pública habían adoptado al transporte aéreo militar como medio idóneo para viajar al interior.
Los más felices de esta situación éramos los pilotos que vivíamos dedicados a lo nuestro, que era volar, y no a las disolventes tareas administrativas, aunque debiéramos bailar según las prioridades que el ocasional jefe diese a nuestras obligaciones.
En el transcurso de una guardia, hubo durante la cena un afloje de la disciplina y mi jefe me comentaba que cuando era teniente –mi grado en ese momento– él se dedicaba a las mujeres y a volar. Pocas semanas después, ese mismo jefe me reprendía acerbamente por haber descuidado mis obligaciones de administrador de la peluquería de la Unidad; como excusa le dije que, tal como lo había hecho él, yo estaba dedicado a las mujeres y a volar. Si pensaba que eso lo ablandaría, me equivoqué feo porque, no sólo no reconoció la frase como suya, sino que me “acuarteló” durante un par de días en castigo a mi omisión. La fiebre erótico-aeronáutica se le había transformado en severidad burocrática lo que, dicho sea de paso, era un fenómeno bastante común entre mis superiores.
Cuando se instauró el servicio aéreo sanitario, yo prestaba servicios en el Grupo 3 que estaba dotado con diez C-47 de los cuales, diariamente, cinco o seis estaban en orden de vuelo, por lo que dedicar uno exclusivamente para ambulancia, no afectaba la operatividad de la Unidad. El avión designado para ese día se equipaba con un par de camillas, un botiquín mejorado, incluyendo suero, plasma, equipo de transfusiones y un botellón de oxígeno; la tripulación estaba reforzada por un enfermero y, cuando las condiciones lo requerían, se sumaba un médico.
El sistema funcionaba aceitadamente gracias a que se había eliminado todo trámite previo: a los hospitales y unidades del interior les bastaba con una llamada telefónica a la Base de Carrasco para que minutos después estuviera despegando el avión.
Las imprevisibles misiones sanitarias que salían a última hora de la tarde y regresaban de madrugada eran un buen argumento que algunos usaban en el hogar para justificar ausencias. El premio a la inventiva se la llevó el piloto que “necesitaba” llegar tarde a su casa, y como no podía poner una camilla a bordo de su F-80, adujo haber realizado un transporte urgente de órganos para un transplante. La historia lo recuerda como “el piloto de la sanitaria en F-80.”
Casi siempre el pedido de transporte estuvo justificado, aunque hubo oportunidades en que fue evidente que el avión había sido usado para trasladar a un “paciente” y familia a la capital. Los pilotos nunca dijimos nada sobre esos casos porque lo que a nosotros nos interesaba era volar, ya fuera para trasportar enfermos graves o turistas.
Cuando se trataba de enfermos de verdad, algunas veces quedábamos impresionados porque no estábamos acostumbrados a ver cosas que para los médicos y enfermeros eran cotidianas: una niña que había caído sentada dentro de un tacho de agua hirviendo, un peón con una pierna amputada por una segadora, un septicémico fueron imágenes difíciles de borrar.
Yo era teniente, soltero, y estaba en una reunión de amigos en el Club de la Fuerza Aérea, el de la calle 8 de Octubre, cuando a eso de las diez de la noche llamaron de la Base en busca de “algún piloto de C-47” porque había ocurrido un accidente y el avión de servicio estaba cumpliendo otra misión; un rato después, los así reclutados estábamos despegando para San Gregorio. Allá, en el vuelo de inauguración y prueba de balizaje nocturno del aeródromo local, la avioneta contratada con ese fin, inmediatamente después del decolaje había caído a tierra. Como saldo el piloto murió y dos funcionarios de PLUNA quedaron en muy grave estado, tanto que uno de ellos fallecería días después. Nuestro C-47 fue el primer avión en aterrizar con la nueva iluminación, y el vuelo de regreso no fue recomendable para espíritus sensibles,
Los heridos estaban bastante deteriorados, y con medios muy precarios hubo que improvisar un CTI a bordo, al punto que la carpa de oxígeno que ambos necesitaban fue sustituida en cada uno por una bolsa de nylon –de las comunes de supermercado– que les envolvía la cabeza; el interior de la bolsa era abastecido del fluido a través de un cañito que salía del botellón. Periódicamente, los médicos que habían embarcado en San Gregorio abrían las bolsas para drenar sangre y coágulos que amenazaban con ahogar a los pacientes. Arribados a Carrasco, apagamos los motores y al acceder a la improvisada enfermería, nos encontramos con que los heridos se sacudían como víctimas de un shock eléctrico, emitían unos sonidos extraños, estertores anuncio de cosas peores, y la sangre mezclada con “cosas” corría por el piso inclinado del avión. Después de ver esa carnicería, optamos regresar al cockpit y bajar usando la escotilla de emergencia.
Estas son algunas de mis experiencias, pero a lo largo de los años, todos los que volaron esas misiones han vivido casos semejantes. De cualquier manera, creo haber intervenido en un caso original y nunca repetido.
Cuando me ordenaron preparar un vuelo para llevar una enferma a Tacuarembó –de allí la llevarían a Pueblo Ansina cuyo campo no era apto para nuestro C-47– recuerdo haberle comentado al copiloto, un jovencito recién llegado al Grupo, que más que una evacuación sanitaria, sería un traslado para que muriera en su casa. Era lógico: cuando venían del interior a la capital, lo hacían buscando asistir al paciente con medios que en su lugar de origen no los había disponible, pero cuando eran llevados de regreso a su tierra, normalmente era porque ya no tenían cura. Durante el embarque, al observarla, aún para mis ojos legos fue claro que la pobrecita estaba en las últimas y de allí que los parientes que la acompañaban tampoco parecieran muy optimistas.
Faltando veinte minutos para el arribo sobrevolábamos el lago del Río Negro y el enfermero ingresó al cockpìt con novedades:
–Mi teniente, dijo, creo que la señora está muerta.
–¿Está seguro?, contesté.
–Y…creo que sí, porque tiene los ojos abiertos sin pestañear, no la veo respirar ni le encuentro el pulso.
El diagnóstico parecía correcto; no obstante insistí:
–¿Puede hacer algo?
El enfermero me miró por unos instantes, frunció la cara y se encogió de hombros. Le entendí.
Aterricé en Tacuarembó y el médico que la esperaba se limitó a certificar lo que ya era evidente.
Junto al C-47 estacionó un pequeño Piper en el que se haría la última etapa del traslado a Pueblo Ansina, distante a quince minutos de vuelo. Observé que se había formalizado una discusión entre el piloto y los familiares de la fallecida pues estos decían haber contratado una avioneta más grande. La justificación del piloto fue la usual para estos casos: la otra estaba rota.
Los familiares tenían razón en protestar porque, además de no poder viajar ellos, cuando intentaron ubicar la camilla dentro de la diminuta cabina, no fue posible: simplemente no cabía. Lo intentaron sacando uno de los tres asientos que tenía y desmontando la puerta, pero seguía sin caber.
Mientras, yo esperaba la autorización de mi plan de vuelo porque, dada la proximidad de la noche, no podría volar visual. Como en aquella época las comunicaciones eran telegráficas –el viejo didá– todo era lento. Ocupé la demora observando los intentos fallidos de embarque de la camilla y el nuevo conciliábulo que se había organizado entre el piloto, médico y familiares.
Después de un rato, fue evidente que habían llegado a un acuerdo pues se pusieron en movimiento: colocaron en su sitio el asiento y la puerta que habían removido, sacaron a la finada de la camilla y la sentaron en el asiento junto al piloto, donde la mantuvieron erguida gracias a los cinturones de seguridad y a un pariente que ubicado en el asiento trasero le sostenía la cabeza. Así despegaron para su etapa final.
Llegó mi permiso de tránsito, despegué y se hizo la noche. Ya en crucero, protegido por la oscuridad de la cabina, cada tanto observaba subrepticiamente a mi copiloto y no me quedaba tranquilo hasta que lo veía moverse.
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